7 de agosto de 2012

La mujer gato


Cuando la conocí, yo apenas tenía nueve años. En ese entonces miraba hacia arriba para hablarle. Diez años más tarde tengo que inclinarme un poco para verla, como si con los años se hubiera encogido. Su mirada misteriosa se pone a mi altura, y entonces  puedo ver esas finas líneas negras sobre sus párpados, que le alargan los ojos como si fuera un gato. Irreverente, premeditada, simpática y un poco cínica, Astrid Elena Osorio va desafiando el mundo con sus 152 centímetros de estatura. 

Es una criatura indómita. Ya pasando los treinta, esta mujer no es como las de su edad. No quiere obedecer a un amo, y mucho menos tener crías. No cumple el rol materno ni siquiera con sus estudiantes, que la ven más como una cómplice. Tampoco se empeña en sentirse “adulta”, quiere seguir jugando como los cachorros.

Parece loca, pero es muy sensata. En las noches se pasea por calles y tejados, pero en el día es una trabajadora incansable y metódica...un tanto psicorígida. Los frascos en su cocina están ordenados por tamaño, su ropa por colores, y las uñas le combinan con el atuendo diario. “Es una cuadriculada”, dicen sus amigos, y tal vez se debe a la decisión  que tomó cuando salió del colegio: estudiar matemáticas.

Un día su hermana menor, Deisy, la animó a hacer un curso de teatro. Astrid pensó que esa sería la solución a su timidez, estaba cansada de escabullirse cada que tenía que hablar frente a un público feroz. El teatro fue para ella una forma de reconocerse cuando otros no la habían reconocido. “La educación de mi padre fue muy fuerte,  y la posibilidad de expresarse con él era casi nula. Cuando llegué al teatro, me encontré con ese ser que no había explorado”.  

Se enamoró de las tablas y se aburrió de los números. Al tercer semestre se retiró de matemáticas y quiso estudiar artes, pero su papá la sentenció: “tiene que estudiar algo que de plata”. Comenzó Ingeniería de Sistemas. “Fueron tres semestres mal estudiados porque me la pasaba en el teatro a escondidas de mi papá. Mi mamá siempre me alcahueteaba”. 

Un día no pudo más y,  angustiada con su destino, se presentó a Artes Plásticas. Pasó de primera gracias a las habilidades que desde pequeña su mamá le había cultivado. Pero su papá sintió que su gatita había sacado las uñas, y ella, para evitar cualquier rasguño, decidió independizarse. “Apenas ahora mi papá acepta que yo sea artista. Hace como tres años me vio actuar por primera vez y se sintió orgulloso”.

Ahora es una gran actriz. Descubrió habilidades en ella que no conocía, aprendió a saltar y a caer de pié.  Los directores con los que ha trabajado coinciden en que es su disciplina lo que la ha llevado lejos. Puede cantar y bailar en la escena sin que parezcan intentos, su gracia hace que se vea grande en el escenario pese a su estatura, y su destreza le ha permitido incluso superar el mayor obstáculo que ha tenido en la escena: sus erres parecen ges, como si fuera un ronroneo. Esto, no obstante, le ha facilitado la pronunciación del portugués y le permitiría, en caso de querer aprenderlo, una pronunciación perfecta del francés.

 Es también una gran artista plástica, y sus personajes, impecables, lo demuestran. En su vestuario y maquillaje pone toda su creatividad y su técnica, además de su tiempo, su dedicación y, obviamente, su toque particular…esas huellitas que deja marcadas en cada cosa que toca, en cada suelo que pisa.  

El primer personaje en el que la vi fue Michín, el “gato bandido” de Rafael Pombo. Ese felino, malicioso y egoísta, es tal vez todo lo que Astrid  hubiera querido ser, pero quien quiera que elija el destino de los seres  en esta vida, decidió darle una figura humana y un corazón grande, y quiso, además, que se entregara por completo al teatro, a las artes plásticas y a la enseñanza. Su maldad potencial la pone en sus comentarios afilados, en sus botas platineras y  en sus disfraces góticos. Lo demás es amor para su familia, sus amigos, sus estudiantes y, por supuesto, sus gatos Katum y Bastet. 

La última vez que la vi actuar tenía un vestido blanco, lo suficientemente largo para ocultar unos coturnos que la hacían ver alta como una diosa, a veces parecía volar. Un casco de guerrera la hacía  poderosa, invencible. Era Atenea, y su  misión era proteger a Ulises, orientarlo. 

Recordé que la máscara de Michín me impedía ver sus ojos. Yo era una niña en aquellos días, y no pretendía tampoco encontrarlos. Ahora que he querido mirarla, y que el casco dorado me lo permite, entendí que Atenea es quizá un personaje más parecido a ella: una personificación de la sabiduría, dispuesta a entregar  su arte a los mortales.

25 de agosto de 2011

Un niño eterno

Entre alambres, hilos, telas de colores y una máquina de coser, Juan Carlos Pabón imagina, sueña y crea. Su cuerpo menudo camina por toda la casa, mientras busca la mejor manera de materializar sus ideas. En esta ocasión, su misión es llenar, con la fantasía de los cuentos de hadas, la avenida La Playa.

Es el director artístico del Teatro Popular de Medellín, y quiere llevar a la Comparsa Inaugural de la Séptima Fiesta de las Artes Escénicas un poco de su nuevo montaje: El Príncipe que lo aprendió todo en los libros.

Juan Carlos cuenta que su llegada al teatro se dio por “un enamoramiento visual”. Cuando iba para el grado octavo, se cambió de colegio y se dio cuenta de que en la nueva institución había un teatro. El lugar le gustó tanto que decidió que quería actuar, y se unió a la escuela del TPM.

Estudió derecho en la Universidad de Antioquia porque quería “salvar al mundo”, pero durante la carrera se dio cuenta de que era más posible lograr transformaciones a través del arte. “El arte es mejor herramienta que otras disciplinas que pueden ser muy rígidas y manipulables”.

Renunció entonces al derecho y se dedicó de lleno al teatro. Comenzó como actor del grupo artístico, y desde hace siete años es el director. Al principio dirigió montajes para adultos, pero luego el TPM retomó su vieja especialidad: el teatro infantil. Es así como Juan Carlos se convirtió en un productor de fantasías.

En sus creaciones para los más pequeños, para aquellos seres humanos que apenas comienzan su vida, éste hombre, que se asemeja en cuerpo y alma a Peter Pan, ha realizado una búsqueda exhaustiva en cuanto a las temáticas, las estéticas y las técnicas.

“Pensamos en el niño, en lo que él quiere que le cuenten y en lo que nosotros queremos contarle, y elegimos entonces qué elementos utilizar para cada montaje”, explica Pabón.

La máscara es uno de sus elementos favoritos, por ser un elemento plástico con infinidad de posibilidades expresivas. La máscara, para él, es la posibilidad de imaginar otros seres y soñar otros mundos posibles.

Sus obras combinan lenguajes simples con juegos de color y movimiento, que sean comprensibles y atractivos para niños de todas las edades. Lo más importante, aclara, es respetarlos. “A los niños no hay que tratarlos como seres que no saben nada, para ellos el teatro también es un espacio de reflexión”

Aunque ha vivido más de cuatro décadas, Juan Carlos Pabón no tiene hijos. Por eso, en la construcción de sus montajes ha tratado de acercarse a ellos para comprender su mundo. Su trabajo de campo incluye, por ejemplo, visitas a jardines infantiles. Algunas de las actrices del grupo son licenciadas en educación, y aportan al proceso con su experiencia.

Trabajar para niños, para este director, implica una gran incertidumbre: “nunca se sabe que va a pasar, cómo va a ser la reacción de los niños, si les va a gustar o si la obra los va a hacer reflexionar”. Esto es un reto para los actores, y por su puesto, para el director.


La historia del arte dramático es la historia del teatro para adultos, pues desde la Grecia antigua se creía que eran los adultos los que tenían que reflexionar sobre la sociedad, la política y la existencia humana.

El teatro infantil es algo bastante nuevo. Sólo hasta hace dos siglos se pensó que los niños eran importantes en la sociedad, por lo tanto, sólo hasta entonces se pensó que era importante contarles historias y hacerlos reflexionar.

“Es muy importante que en todo el mundo, y más en una ciudad como Medellín, les mostremos a los niños que hay otros mundos posibles, y podamos formar entonces seres humanos con capacidad de transformación. Por eso es importante hacer teatro para niños”.

Con su trabajo, Juan Carlos Pabón, quiere contribuir a la formación de personas que aporten a la construcción de una sociedad en armonía.



Ana María Otálvaro fue actriz del Teatro Popular de Medellín. Ahora trabaja en el teatro El Trueque, que, aunque está especializado en teatro para adultos, también monta obras de teatro infantil. Cuenta por qué su grupo decide dedicarle una parte de su esfuerzo al público infantil.






La Fiesta de las Artes Escénicas es un evento que se realiza en la ciudad anualmente, entre los últimos días de agosto y los primeros de septiembre. Durante una semana se reúnen jóvenes y viejos, hombres y mujeres de diversos lugares de la ciudad, en torno al fuego. A ese fuego generado por la mezcla de la expresión y la reflexión que contienen las artes escénicas.

“Es un evento que se realiza intentando tocar a la gente con esto que hacemos. Es una ciudad que no va a teatro, que no valora el arte, y queremos invitarla a que se arriesgue a hacer algo distinto, a pensar, a sentir, a volar”, dice Juan Carlos.

Esta celebración, sublimada por bailarines, mimos, actores y cuenteros, le abre un espacio a la niñez con eventos especiales para los más pequeños. Pero en esta versión se busca, además, que los adultos regresen a los tiempos de la ensoñación.

Por esa razón, los cuentos infantiles son el tema de la Comparsa Inaugural. Y por esa misma razón, Juan Carlos y Ana María se han dedicado los últimos días a preparar los vestidos que convertirán a la avenida La Playa en un mundo mágico.

http://www.youtube.com/watch?v=TX6qCx_mDyo&feature=related